CUANDO VENUS JUGÓ A SER PERVERSA (NOVELA) PARTE III

Publicado en por Julio Mauricio Pacheco Polanco

JULIO MAURICIO PACHECO POLANCO , AREQUIPA, PERÚ, 2014

 

DEL AMOR, LA MUERTE Y LOS VENCEDORES

Allí, estés donde estés, sentirás la soledad. Y ésta te atrapará con su aliento desesperado, para decirte que todo intento tuyo, por querer un mundo mejor, está perdido, que, sin embargo, en ese constante batallar, para algunos, el llamado se convierte en un compromiso y, para otros, esa nostalgia de otrora tiempos de rebelde, cuando la fe tenía sentido, cuando un verdadero poema épico te hacía entender que el mundo requería de héroes, allí quizás estés ahora, frente a ti mismo, pero esto es siempre así, ¿no?

Pero en esa larga avenida que es la vida, algunos, como yo, nos apartamos, para dejar de ser protagonistas, para dejar vivir a aquellos que en su sueño de bohemia, encandilados, viven la ilusión de ser poetas o escritores, sin quizás estar plenamente conscientes del alcance, de la contundencia que puede tener una sola palabra, un solo acto insurgente que atente contra el orden establecido, ese cantar renovado desde donde se avizora lo que desde siempre se esperó, en este incierto devenir donde aprendemos a guardar silencio, retornando a viejas soledades, desde donde el sueño muere, ante el insoportable diálogo jamás correspondido, estropeado por la pasión y, también por esa pasión que es el mundo, la vida, el discurso de quien quiso alguna vez ser escritor, y se quedó con el verbo en la boca, impotente ante lo que no se puede cambiar ni mejorar; solo una fuerte renuncia que habla marcadamente del rechazo a ser, a asumir lo que se espera de uno, ante la realidad.

Y éste soy yo, un solitario silente que camina plácidamente por las avenidas llenas de árboles de la ciudad, alejándome de los malos momentos, cuidando mis pensamientos y las personas que deban entrar en mi vida, y las que nunca más deban formar parte de ella.

Para comprender esta mi renuncia, debo ser preciso: ser consecuente. Pero pocas personas han de entender esta negación u otra forma de nihilismo.

El estar en el mundo me impide mentir groseramente o acaso sostener un discurso desde el que tenga que aprender a ser un charlatán. Enciendo un cigarro mientras me reconozco en medio de la ciudad, entre aquellas personas que me saben, aquellas que me recuerdan, aquellas que vanamente aún esperan algo de mí. Y vienen a mis recuerdos, momentos de fracasos universitarios, de vehementes intentos de ser fiel a lo que creí, en medio de la corrupción y de esos jóvenes que simplemente guardaban un silencio que es inmensamente mayor al mío. ¿Quedaron aquellos que podían tener opinión propia? Es que veo vivamente esos ojos asustados que no saben a dónde ver cuando su palabra no cuenta, cuando empiezan a aprender otro verbo, un verbo que repite lo que debe repetir, tan solitario como la libertad, experiencia apoteósica otorgada solamente a aquellos que fueron más lejos, si acaso fui más lejos en esta ciudad que otras personas, si acaso todo es memoria, memoria que queda en las viejas leyendas para ser evocadas en el diálogo ebrio de aquellos que hablan desde su muerte, desde su vesania, o desde todas sus derrotas, impulsados por ataques violentos, donde hay mucho qué demostrar, al menos para esos conocidos que no terminan por aprender, que en este estar en el mundo, todas las búsquedas concluyen en renuncias, en derrotas, en mentiras de las cuales, en lo absoluto, quiero formar parte.

De esos intensos y románticos días en donde, desde salones llenos de alguna atmósfera mágica y vaga para quienes no tuvieron estos privilegios de los cuales gocé, visualizo esos libros de tapa dura, cuyos lomos fueron acariciados con ternura, deshojando página tras página, adentrándome en otras vidas, esos mundos que reescribió el novelista, que seguramente algo quería decirme, algo que a tiempo rescaté para no saberme tan desdichado o triste, tan miserable en esa soledad que me costó hasta ahora entender, es perpetua e inderrotable, propia de todos nosotros y que ni el amor es capaz de aplacar.

Que si en esos días juveniles, otras horas hallé donde me encontraron sonriente en alguna plaza, con un poemario sin terminar, escrito bajo la sombra de algún árbol, o acaso, la luna fue complaciente conmigo y, liberaba esas voces agradables con arrullos dulces, quizá sea porque en mi estar apartado, debía corresponder a quienes me leían y leen, con otro comulgar de deseos o impulsos, muy alejados de lo que en vida, algunos pensadores arrojados por su energía, dedicaron existencias inútiles, a algo llamado compromiso, que en su despliegue por el mundo, acaso solo respondían a los que les siguieron con otras interrogantes y una sola certeza: nada acaba en un libro, en un poema, en una canción o en una noche revolucionaria; solo quedan recuerdos, memorias de horas perfectas y trágicas, de la cuales solo queremos recordar lo mejor y, obviar toda bajeza deleznable, aquello que fue desobedecido y que mancilló nuestro honor, pero que no, ¡Oh, no! Jamás formarán parte de nuestros escritos, porque detestamos que nos echen en cara que también fuimos humanos y, por lo tanto débiles, mediocres personajes que murieron en el ridículo o la payasada de quienes, envilecidos en sus miasmas, nunca toleraron a alguien distinto, soberbiamente superior, lo que es ser diferente.

Porque la amargura de los que solo pueden recordar cosas amargas, la he dejado para aquellos que no tienen un espíritu cultivado a fuerza de vicisitudes que quisieron ser superiores hasta el delirio de la muerte y de la renuncia equivocada, aquella que se manifestó cuando era menester ser el héroe.

De mis tentaciones y debilidades no pienso escribir, eso se lo dejo para los desgraciados, para aquellos que no soportaron el silencio y que hasta ahora retumba en sus pensamientos más oscuros de los cuales no podrán liberarse jamás, porque en cada hombre hay una derrota, y de mis derrotas no queda ni un solo ápice de culpa, que este perdonarme me comunica con placeres efímeros que ahora no cuentan, solo un contemplarme en medio de tantas personas que aún están a miles de pasos de sí, entre trayectos que quizá vean la luz, dependiendo de su fortaleza, esa capacidad para seguir en pie, hasta en el día del suicidio, el día verdadero.

Y es que la ciudad siempre ha sido motivo de mis escritos, de lo pavorosa que me resulta la noche cuando encuentro la traición en todas partes, donde las mujeres andan a la tranza de un cuerpo que las haga reventar en el clímax del descanso, de la promesa, del culmino de noches afiebradas y masturbadas, donde se saben destinos, como esos cazadores indefensos que ponen sus cabezas siempre en la mira de los que como yo, solo dirijo mi mira a quienes estorban, ante quienes callo, porque no merecen alguna explicación, algún consuelo para su estúpido ego, desde donde sé, son simplemente nada, hombres muertos, hombres lamentablemente con almas no esclarecidas.

Pero bueno sería decir que el alma está compuesta de sentimientos que deben ser nobles. No, no es así. Si he de ser muy sincero, estuve hasta ayer desde el lado de los que aún creen que somos originales, que cada uno de nosotros somos únicos, pero esto es vano, inútil. Solo somos entes que repetimos lo mismo, pero de diferentes formas. El verbo que yo tengo es la otra manera de decir lo que él, ella o tú estimado lector quieres decir.

Hay una larga calle que me espera para retornar a casa. Pero el camino se me hace plácido, y por momentos no quiero retornar. El mundo está lleno de noticias gastadas, repetidas. Hay mujeres que son las mismas que otras fueron antes, como también hombres que aún no lo son, como hombres que no quieren parecerse a sí mismos, porque es horrible ser uno mismo, cuando lo que se lleva por dentro es abominable.

A esto le llamo: ser un ser humano.

Y en todo esto he sido fiel a lo que he visto y he aprendido, por ello, mi estimado lector, no se me ofenda. Pretendo más bien que me entiendas, que seas de los míos, porque si no es así, estos escritos no son para ti, que ya puedes cerrar el libro y buscar otras cosas, porque ahora mis ojos ven de frente al sol, y soy feliz.

 

DEL AMOR, LA MUERTE Y LOS VENCEDORES II

El corazón existe, claro que existe: está dentro de tu cuerpo, en ninguna otra parte, toda explicación que se le dé es pura poesía. ¿Te cuesta mucho entender esto? Entonces arrójate a los labios de la mujer que lo apretuje y te haga feliz. ¡No te engañes! Es que hay tardes en las que todos nos sentimos débiles, pero esto no es corazón ni amor, se llama: soledad.

Como lo es dos cuerpos que agitados se encuentran creyendo tras sus caricias estar construyendo un futuro apartado de las heridas fulminantes del pasado. ¿Qué algunos y algunas no soportaron la gravedad de los puentes desafiantes donde se quería romper con la vida? Menudo sexo les esperaba seguramente con una meretriz profesional que sabe cerrar bien los labios vaginales para que tengas un orgasmo en menos de 15 minutos y no una agotada y frustrante sesión de dos horas de sexo sin eyaculación. Es cierto, lo sé, para las mujeres esto puede terminar en un tatuaje o una cortada de venas. ¿Qué estoy siendo muy cruel? No lo creo estimada lectora. Recuerda que algunas no lo soportaron y se entregaron a los apetitos severos y ardientes de alguien que amó intensamente, y que ahora indistintamente está con un hombre o una mujer en su lecho, llevados solo por el instinto del placer, para olvidar, intentar olvidar.

No sé cuántas derrotas existan en el mundo en nombre de algo tan insustancial como el amor. Cuántos abortos quedan en el camino de los que no quieren estar juntos y buscan cualquier excusa ante su mayor hallazgo: el deseo es superior a la esclavitud de horas compartidas. Un revolcón en un pasaje oculto de la ciudad o esos hoteles medianocheros a veces es mejor bálsamo que una fuerte poción de veneno.

¿Me dices que otras se volvieron meretrices y que al brindar sus servicios se vengan con cada uno de ellos de quien amaron alguna vez? Dios está muy ocupado entonces en los sermones de domingo en misa, porque no me vas a decir que hiciste algo cuando te enteraste que violaron a la que creía en sus amigos, hasta hacerle ver el rostro verdadero del mundo. Yo te puedo decir de la derrota de los desgraciados, los que hacen felatios por marihuana o recurren a la cocaína para borrar de su memoria, la noche en que el abrazo del amigo, aquel que le decía: “olvídala”, tocaba con otros propósitos a quien lloraba de amor en sus brazos, para despertar en un infierno mayor, con un tatuaje que seguramente debe ser insoportable, tan letal como el adiós de quien le enseñaría que el alma está bien para los que viven en el desierto y la llenan con visiones propias de los orates, los que aún no entienden que el proverbio exacto está en un lecho que tiene sabor a distintas ciudades, con cabelleras largas donde es difícil recordar el color de los ojos de la mujer poseída, si acaso en ventura, es el mundo el final de la noche, en cualquier parte, para estar con el mejor de los vinos, sintiendo sabores distintos de labios de quienes son libres enteramente y no llevan marca alguna en su cuerpo y acaso las retrata como invencibles, precisas para estas lecturas, para otras noches o esta noches, desde la que, el placer no implica compromiso alguno, ni una deuda, ni una flor que deba estar encerrada en un cuaderno de poemas escritos bajo la fiebre de la emoción.

Es que me resulta muy propicia la soledad para escribir lo que debes leer. ¿Quién te convenció que el vientre debe entregar la eternidad? Es fecundo el amanecer en los brazos de los hombres libres, en la danza donde el maestro no te retiene, es pleno alborozo el puerto que comunica al sol desde diferentes latitudes.

Los menesterosos dejaron la literatura, como en mi caso, cuando había que hacer una pausa entre los delicados dedos de quien intenta arrebatarme un poema y la muchacha que se ruboriza y me espera en otro cielo de otra ciudad, solo para hacerle el honor de que me sepa, que ansiosa, quiere que entre en su vida, para ser huésped y rey por ese día, hasta antes de besarme y dejar atrás el día común de todos, hasta que llegue el tonto que la preñe y mantenga.

Yo solo sé de momentos como éste, en los que retengo al tiempo para mi vanidad, para observar mis meditadas ausencias, los giros locos y veloces del reloj que nada avanzado han dicho.

Quizás en el bar estén todas las mejores historias, quizá sea bueno escucharlas de vez en cuando, o quizá la mujer de labios intensamente rojos solo tenga un lenguaje extraordinario en el cuerpo que es deber conocer. Porque todos los movimientos de la muerte pueden ser derrotados con mis brazos y mi simiente. ¿Dónde entonces el vértigo y el delirio si todo concluye en la vejez? ¡Atenta pues muchacha de 18 veranos! No escuches la voz que condena como pecado la tersura de tus muslos y mejillas, que el lugar que ahora ocupas, otras indudablemente reclamaran en 3 primaveras nuevas, para proclamarse como tales, soberanas del placer.

¿Qué el poema dice que si tú no me amas, nadie más lo va a hacer, que si tú no me enseñas lo que es el amor, nadie más me va a amar, que siempre hay una última vez para decir, te amo?

Quizá dijo una verdad, pero las verdades nos aburren y, los vencedores vamos detrás de ese erotismo donde hay otros proverbios. Por ello, la reliquia del cuerpo invencible, del que no descubre al pasado, es propio de los monumentos que temen los dioses complacidos y hacen de sus miradas, envidias deicidas que los enorgullecen por magníficas expresiones del triunfo de la vida y el placer.

Porque es osada la muchacha que me ve a los ojos y me percata inmediatamente lujurioso y no teme a que mi poder la estremezca totalmente para que en mis manos, alzada en el grito irreprimible que presiento explota desde sus entrañas, le hacen sentir la furia que me arroja sobre ella, para en estados frenéticos, complazcamos la libertad y el verso verdadero. Que yo te digo en quedo secreto, si vas a rendirte a todo, deja primero que el sol muera en el desierto que aún no conoces, o que tus pasos te conduzcan donde están los buscavidas, esos maestros que alguna vez pasaron por tu aflicción y ahora, pillan la existencia entre senos turgentes y vientres muy calientes, para no recitar los poemas de la inocencia, sino para agradecer la estancia de la noche o el estío que derrumba las horas que pretendieron ser largas y, que en sus embestidas, abrevian todo lo que se puede abreviar, bajo el manjar de la saliva que derramas, justo antes de saber de otras técnicas prohibidas para los débiles, los que lloran como niños huérfanos que se conmueven con el vuelo de una paloma sin nombre, que quisieron alcanzar, para olvidar que no es el vuelo de la paloma lo que engracia a la vida, es el instante en el que puedes dejar ir a quien te hizo feliz, sin temer decir adiós, porque siempre habrán lunes hasta el hartazgo, como pistas en cada viaje: una palabra innombrable que debe ser silenciada, una interrogante que debe ser asesinada.

¿Qué feroz felonía será entonces aquella que obligadamente te aferre a la filosofía de los imberbes? ¿Quién escribió en el muro sagrado algo que dijese: busca la verdad? ¿Qué pretensión tan malsana está oculta en las interrogantes que nadie puede resolver?

¡Ah, cómo me he cansado de estos desesperados y minúsculos sesudos idiotas, cuyo único placer han sido otros libros! Es que en estos devaneos, la vida ha transcurrido estérilmente para mofa de las muchachas lozanas y no atendidas.

Atento pues ante el ojo que se rinde. Que el músculo no sea sino motivo de un forcejeo de cintura contra cintura, hasta la sonrisa conquistada que abre sus labios, para morderte la simiente que debes derramar en lo más hondo de sus tardes pesadas, llenas de ese hastío de novelas románticas y esperas iracundas, donde te perdiste en la explicación insensata, esa filosofía que perturba a la satisfacción, los poemas del viejo loco, los aciertos del que solo supo de estantes inacabables de libros densos y tentadores para los ociosos de talento, los que confundieron la vida con inmortalidad, la vida con inmortalidad.

 

SOLO PARA POLÍGAMOS

Las rancheras sonaban desde la habitación del vecino, y no había nada más doloroso en su cantar macho, entre el reventar de las trompetas y ese amanecer donde postrado sobre una cama que no era mía, al leer el mensaje de texto de mi celular, leía: ¿ya te vas?
Esa fría mañana me encontró entre lágrimas de odio y una calentura que me derrotaba ante quien se negaba a follar una y otra vez y hacía que me pregunte, ¿esto es el amor? Porque ya me había advertido que hasta en las relaciones de casados existe la violación, que esta vez ella sería la que llamaría a la policía, así le contestase que no me importara en lo más mínimo que me encerraran en la carceleta y me agarraran a golpes, manguerazos o mi fama de escritor se fuera por los suelos.
Habíamos discutido la noche anterior a tal punto que mi violencia me desentendía de todo. Mis celos solo podían corresponder a quien de verdad está enamorado. Y todos los hombres del puerto eran mis rivales, absolutamente todos.
Esa insania no conocida por mí, escritor de poemas épicos y optimista, le vio a los ojos, llenos de lágrimas, lleno de la impotencia del que ve irse al amor de su vida, entre disculpas por las promesas que no pudo cumplir, al ver que todas las puertas se le habían cerrado, que no podía mantenerla a ella, que su infierno era amarla, querer poseerla las 24 horas del día de todos los días de la semana , de todas las semanas del año.
Me había empujado contra el sofá, luego de una ácida discusión en donde le reclamaba el porqué coqueteaba con otros hombres desde el facebook, a los que les enviaba fotos suyas, a pesar que ella me dijera que eran personas del extranjero, que el único hombre real en su vida era yo.
Al golpear la puerta a medianoche, en otra ciudad donde no tenía a dónde ir, volví a tocar su puerta, ante el inclemente frío de las calles que me encontraron con mi maletín en la mano y la soledad de quien está jodidamente enfrentado contra el mundo, perdiendo a quien amaba tanto.
Golpee la puerta. Le dije que no tenía a dónde ir.
Me senté en el sofá y guardé silencio mientras ella lloraba y me decía que solo quiso ayudarme, que no pensó que estuviera loco, que siempre creyó que todo fue una truculenta y terrible venganza ante un sistema que siempre quise cambiar.
“Algún día me agradecerás”, me repetía mientras yo descansaba mi ira incontrolable tratando de no verla, de no romper todo lo que estaba a mi rededor, de controlar inútilmente mis gritos donde le gritaba que era una perra, una puta, que me había sido infiel cuando en su momento fuimos muy felices.
“Nos estamos autodestruyendo”, volvía a decir. Y fue entonces que le dije: “mañana a primera hora regreso a Arequipa y, te juro que no te veré más, que nunca más te llamaré ni contestaré tus llamadas, que borraré tu número de mi celular, que dejaré de existir para ti. Nunca se le miente a quien confía en ti y te entrega su corazón”.
Ella entonces me sintió muy lejano, eso sentí cuando al verme definitivamente por última vez, en su casa, maldiciendo la despedida, totalmente cierta, no como las anteriores, aquellas en las que me marchaba del Puerto, para volver a las pocas horas, ante el pedido de ella para volver a amarnos y follar sin parar durante todo el día y la noche, hacían entenderle que esta vez era para siempre, que era yo ahora el que renunciaba a ella.
Y como la leona que era, con su metro ochenta de estatura, se abalanzó encima de mí, como esas veces en las que sufría cuando me tocaba en contra de mi voluntad y hacía que mi cuerpo ardiera en fuego puro, conteniendo mis ganas de hacerla mía allí mismo, a sabiendas que era ella la que me decía que sería la última vez, que me deseaba y que quería terminar bien la relación, que hacer el amor por última vez sería la mejor de nuestras despedidas.
Pero es que ella no entendía que eso era letal para mí, era como clavarme al rojo vivo la peor de las espadas aceradas.
Y decía a viva voz: “¿te gusta? Dime si te gusta… porque así me haces el amor siempre tú, a la fuerza, ¡Dime si te gusta!”. Y echada sobre mí, en un cuerpo que estaba resistiendo sobre el sofá, me hacía recordar las veces en que sus uñas como garras surcaban sobre mis brazos flacos, ríos de sangre en los que se llevaba mi piel en pleno orgasmo donde la sometía, poseído por ese instinto que me hizo entender qué era violar a una mujer que solo podía sentir placer de esa forma, a la fuerza, como cuando le rompía los pantalones, las camisas, esas luchas contra sus corsés ceñidos que ante la fuerza de mis brazos eran rotos unos tras de otros, entre sudores intensos donde luego de arrebatarle los pantalones y quitarle las botas, con toda mi fuerza, la botaba contra la cama y en furia veloz me echaba sobre ella mientras que gritaba: “¡se te muere, no se te para”. ! Enfureciendo más mi apetito sexual, sujetándola con más fuerza de su largo cabello rubio, abofeteándola y gritándole una y otra vez: siempre serás mía.
Pero los siempre no existen. Y eso ella me enseñó. Que hay amores que son imposibles, que ella lo era, que el dinero sí condiciona la felicidad, que sin trabajo no se puede ser feliz, que mi paranoia me conllevaría al suicidio, porque para mí era imposible concebir un segundo sin ella, que ese cuadrar a todas las personas en plena calle por el solo hecho de saludarla, hacían que marcara un territorio que lo iba perdiendo lentamente, porque no había futuro en ese pueblo. ¿Cómo carajos la iba a mantener?
Y estaba sobre mí y me besaba con esa misma intensidad que lo hacía yo cuando la sometía violentamente. “¿Dime si te gusta?” y estaba con todo su cuerpo sobre mí, aún con la ropa puesta, abriendo mis piernas con toda su fuerza, casi en acto desesperado, mientras la esquivaba y con mis brazos resistía.
Ella quería hacer el amor por última vez.
Sabía que me esperarían las rancheras de las seis de la mañana. Era insoportable hacerle el amor por última vez a quien uno quería para siempre.
Y veía su rostro y comprendía que ella me deseaba con la misma locura, mientras sujetaba mi cabello corto y con sus labios mordía mi boca y metía su lengua dentro de mi boca. Es que ese forzar en el que se sujetaba de mí cuando me levantaba del sofá para sentarme en el otro y ese saltar sobre mí, poner sus muslos sobre los míos y decirme: “déjate tocar, por favor, déjate tocar”, mientras con sus brazos me rodeaba para mi sufrimiento y se movía encima mío, diciéndome que no podía dormir en el sofá, que debía hacerlo en la cama de la habitación de los huéspedes, que podía coger una pulmonía por el frío que hacía, me hacían temer. “Algo me quieres hacer”, porque cuando hacíamos el amor, ella solía coger mi pene con sus dedos largos y clavar sus uñas en mi duro miembro de hierro acaso diciendo: “uno de estos días te voy a castrar”. “No, tú me vas a hacer algo”; “te juro que no, solo ve por favor a la cama, te juro que no te tocaré, te juro que dormirás tranquilo, que nada te haré”.
Porque ese estar boca abajo, con las lágrimas incontrolables, recordando todo lo que habíamos vivido, todo lo que se terminaba ese día, en esa noche y madrugada, ese amanecer en el que la encontré luego de despertar, a mi lado, para hacerla mía una vez más, para discutir como dos leones en celo, para romperle otra vez la ropa para poseerla, para que regresara a los breves instantes luego que desnuda saliera del cuarto y regresara con una soda bien helada, con ese cuerpo al cual ya extrañaba y veía por última vez, algo insoportable, por el estar seguro que ya nunca más sería mía, viéndola allí parada, de espaldas, con sus curvas precisas para mi delirio y pasión era como un certero disparo de cañón a mi corazón. No podía más. Era un hombre muerto. Al menos en ese momento.
Y se sentó sobre la cama, mientras tocaba mi pene y me decía: “Nunca pensé que estaría con un poeta, un revolucionario, un loco que quería cambiar al mundo. Un día comprenderás el porqué no podemos estar juntos, y me lo agradecerás. Quizá no lo entiendas aún, pero es el destino, hay mi estimado poeta, amores imposibles, los hay”.
Al tirar de la puerta, luego de haberla mandado a su severa mierda, tomé el primer taxi hasta el terminal, pedí el sobre que me habían enviado de Arequipa, lo rompí, saqué el dinero que había en él. Y tomé el primer bus de retorno. No había nada más qué hacer. Era solo un poeta contestatario, un hombre que no tenía derecho a amar. Y eso me hizo más rebelde.

Tres meses después, mientras rompía traseros, y ellas gemían como gemían todas las mujeres que comenzaron a ser mías, un pensamiento fugaz cruzó por mi mente aquella misma noche: “¿me habría quedado solo con ella?”. Porque el animal estaba despierto, merodeaba por todas partes, y violentaba a las féminas que cruzaban coquetamente sus miradas con la mía, en plena calle cuando me paraban para hacerme preguntas bobas, o en las mismas galerías de arte, donde luego de que me contaran la historia de sus vidas, sabían que al ver mi pene erecto debajo de mi jean, lo que querían era ser sometidas, arrinconadas contra la pared o mi cama, en mi habitación, donde entraban y sin que dijera nada, las tiraba contra el colchón y les robara lo poco de corazón que les quedaba ante mi salvaje deseo incontrolable, les arrancaba lágrimas que me hacían entender que se enamoraban, que me importaba un carajo, que para mí el placer era tratarlas como un pedazo de carne al cual había que darles trámite sin ningún tipo de consideración.
Y esos traseros de maestra en el sexo se movían de un lado para el otro y se venían de atrás para adelante mientras yo las envestía y se las metía en ese sexo bastante húmedo y caliente hasta gritar luego de varias sesiones sexuales: “¡Eres una diosa!”.
No sé hasta qué punto la eyaculación tardía me resultaba ventajosa o frustrante para mis mujeres. Era para ellas una infamia el que no eyaculara luego de largas decenas de minutos porque les ordenaba que no presionaran sus músculos vaginales.
Pero ya luego, cuando quería alcanzar el clímax, les daba la orden para exclamar: “¡Lo lograste!”. Había dado por fin la leche.
Estas mujeres siempre se hincaban hasta poner sus rostros a la altura de mi miembro, y entonces decían: “No, el dios eres tú”.
Las gracias estaban demás. Había vuelto a escribir. El poeta que alguna vez amó, comprendió que no había nacido para amar a una sola mujer, que era un desperdicio estar atado a una sola, y eso ella lo entendió bien, porque sabía que algún día me aburriría de ella, que el problema en realidad nunca fue el dinero, que era ella la que se estaba gastando, la que estaría condenada a ser la cornuda, ante el animal que era, que soy, que soy yo.

 

 

LO QUE ME ENSEÑÓ LA HIJA DE LA LUNA

Es que eran días en los que creía en las canciones de Los Enanitos Verdes, esa banda rockera de los 80’s que le cantaba al amor y tenía ideales. Años después me enteré que se habían convertido a una de esas iglesias cristianas que viven de los diezmos y que atrapan a quienes no quieren un psiquiatra o simplemente, nada más les ha quedado de verdad en esta vida.

De esos días, me queda el recuerdo de encerronas en hoteles a los cuales ensuciábamos dejando manchas de sangre en todas las sábanas, edredones y frazadas. Seguramente debían pensar que éramos unos cochinos, total, nunca regresábamos. La ciudad es grande, y está llena de hoteles.

Le negué entrar a mi apartamento por esos días porque ya sabía de sus traviesas actitudes. Le encantaba con sus manos, echarme los cuajos de sangre de su menstruación mientras jugábamos después de los orgasmos continuos que teníamos.

Y ella allí, echada sobre la cama, se dejaba someter a mis caprichos. Y era que luego de hacer el amor a la usanza española, obligándola a que cerrara bien sus largas piernas en medio de sentir esa fricción que me metía hasta donde mi pene hallaba un hueco libre de paredes vaginales, me levantaba y la cogía de los brazos para voltearla a la fuerza y tenerla boca abajo. Era una buena yegua, de mi talla, precisa para penetrarla por la espalda y en mi balancear, sentir cómo con mis movimientos, movía sus enormes nalgas en un ir y venir donde ella siempre decía: me está doliendo, me está doliendo.

Pero claro, follábamos como adolescentes, como si tuviéramos apenas 13 años. Pero carajos, cómo era que la regla le viniera cuando le diera la gana.

Al principio me había enseñado a guiarme por la Luna de Cuarto Creciente o Menguante o Media Luna o Llena. Yo tenía la certeza que en los primeros días de fertilidad se podían concebir hijos varones y que en los últimos, antes del periodo, se concebían mujeres. Creía también que las mujeres de labios muy abiertos tenían mucho sexo.

Creía muchas cosas. Nada es cierto.

Una tarde hizo dominio de sus labios vaginales y sentí que era más estrecha que las mujeres vírgenes que conocí.

Ahora estoy sentado desde mi balcón, fumando un cigarro, mientras contemplo la Luna Llena. Recuerdo vivamente que siempre quería tener sexo en mi apartamento cuando reglaba. Ese dejar sus cabellos rubios cuando se peinaba ya no le bastaba. Ahora quería dejar su sangre en mi colchón, mis paredes, las mismas puertas.

Fumo y veo el cielo. Yo creía en muchas cosas como en La Luna. Ahora no me queda nada, solo la certeza que otro mito más había derrotado, mientras escucho a los Enanitos Verdes y sé, de sus derrotas, de esas mentiras con las cuales todos crecimos.

 

LA VAGINA ALEGRE

 

No le gustaba decir “más rápido, más rápido” mientras hacíamos el amor. Siempre pensó que eso solo lo decían las putas. Pero ya íbamos más de una hora teniendo sexo y, su vagina estaba muy irritada. “Es que no me vengo”, le repetía mientras que sentía cómo mi pene en su vagina se deslizaba frenéticamente entre sus fluidos constantes y llenos de fuego. Entonces le ordené que dijese: “me gusta” hasta el cansancio. Al ver sus ojos, comprendí que quería más, que estaba muy arrecha, que el dolor le conllevaba al máximo placer.

Me recosté al lado de ella. No pude eyacular. Encendí un cigarro y fumé.

Ella por el contrario prendió la televisión. Buscaba un canal. Era un canal de películas eróticas. Eran las 2 de la mañana. Estábamos en mi departamento. Ella sentía escalofríos.

La película trataba de un jefe que daba correazos a su secretaria. Ella miraba la escena, me decía casi de manera indiferente: “le da correazos”. Entendí que quería ello.

Entonces la voltee con fuerza contra la cama, colocando sus piernas sobre el piso. Y empecé a darle correazos en sus hermosas y carnosas nalgas, dejándole las marcas rojas sobre su blanca piel. Era un 18 de febrero. Hacía 4 días antes había reglado por última vez. No sé si uno se puede fiar por el periodo y los días estériles de la regla. Estaba muy arrecho. Me gustaba verla sometida allí mismo, sobre mi cama. Esa misma noche habíamos discutido y supuestamente terminado. No habíamos pasado un feliz día de San Valentín. El sexo en el hotel no fue bueno. Nos habíamos agarrado a golpes.

Le decía que debíamos terminar, que lo nuestro no iba para más, que por más que intentara creer o confiar en ella, no podía. Que mis celos eran normales: me había sido infiel. No había ya nada qué salvar en nuestra relación.

Esos gritos desaforados en medio de decenas de personas en el lugar donde ella laboraba, atrajeron la atención de muchas personas que decidieron no meterse. Luego de un largo griterío en el que durante media hora exploté diciéndole toda su perra vida, terminó abrazándome, pidiéndome que me calmara, que ya había pasado todo.

Y terminamos en mi departamento. Le daba de a correazos. No pude más. Ello me excitó en demasía. La penetré y, lo que no pude eyacular en más de una hora, lo hice en menos de 5 minutos. Pude sentir claramente cómo cerraba hacia adentro su vagina cuando mi esperma veloz y caliente era lanzado como un misil en su útero. Apretaba los labios con fuerza.

Me dijo que podía resultar embarazada. Le contesté que si eso pasaba, nos casábamos. Me dijo que no era necesario, que era probable que estuviera en días estériles. Sin embargo me pidió vinagre para matar los espermas que estaban dentro de ella. Ambos usábamos ese método siempre.

4 días después nuestra discusión llegó al extremo en que yo ya no sabía qué hacer. Llamé a la policía. Le hice jurar que no me llamara más, que no me buscase, que lo nuestro iba a terminar en los titulares de algún diario sensacionalista.

Ella me había amenazado defenderse con todos sus compañeros de trabajo. Le dije que los trajese a todos, que los iba a matar.

Ante el policía negó todo. Negó que éramos pareja, que teníamos sexo. Que 4 noches atrás había estado conmigo como regularmente estábamos siempre.

Negó también los mensajes de texto que estaba recibiendo. A toda costa quería irse, tomar un taxi. Alguien la estaba esperando en otra parte.

El policía luego me dijo: “pero si es como tú dices que, ya te la has tirado más de 500 veces, qué más quieres. Has tenido un potito grande y blanquito. Pero así es hermano. Cuando no hay confianza, no va más la relación. Lo mismo he vivido yo, tranquilo que te entiendo”.

La llamé una semana antes de su regla y otra después. Había cumplido mi palabra si es que acaso resultaba embarazada. La regla le había bajado:

“que te vaya bien, te deseo suerte, por mi parte, yo me abro; no quiero saber más de ti”.

Un mes y semanas después, me volvió a llamar. Había bajado considerablemente de peso. Ya no era la yegua de 1,80 cm que me enloquecía. Me invitó unas McDonald’s y un café.

“El amor es 100% sexo; la tertulia, conversa o cháchara la puedes tener con cualquiera”, le decía mientras le jalaba su cabellera rubia a usanza como cuando estábamos juntos. Se lo jalaba con fuerza. “No tengo sexo hace tiempo, temo quedar embarazada”. Entonces empecé a golpearle los hombros desnudos con fuerza, cariñosamente. No le creía, pero en fin, como ya no quería saber nada más de ella, le creí.

Al despedirnos, en plena calle céntrica, le palmotee con furia sus nalgas. “Toma tu taxi, le dije”, y no supe más de ella. Creo que se volvió taciturna por lo que alguna vez me comentaron. Había acabado lo que pensé nunca tendría final, una relación estropeada por la mentira, los celos, y la falta de confianza. Pensé que Venus era alguien totalmente distinta a la Venus que conocí, la Venus que jugó a ser perversa, una Venus que nunca esperé.

 

FIN

TODOS LOS DERECHOS DE AUTOR RESERVADOS PARA: JULIO MAURICIO PACHECO POLANCO

 

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