El amor, la decisión y la esquizofrenia

Publicado en por Julio Mauricio Pacheco Polanco

Y me dijo: deseo que me des un hijo.

La conocí una tarde en que estando en  la hemeroteca de la universidad, donde siempre estaba todas las tardes, porque allí trabajaba una amiga quien siempre leía todo lo que yo escribía, ella apareció, con su imponente y monumental cuerpo, con sus ojos celestes y el cabello bastante rubio. Había ido yo esa tarde a dejarle el tercer número de la revista que publicaba y repartía gratuitamente a mis 22 años.

Años después la volvería a encontrar en la universidad, cuando llevaba a cabo mi proyecto de sacar una revista multidisciplinaria. Le había ofrecido que sea mi secretaria.

Es que era demasiado bella y quería tenerla a mi lado.

Ella aceptó.

El proyecto no se concretó, pero el tenerla a mi lado y que fuera motivo de parte de mis escritos en mi tercer libro, Los derroteros de la soledad, fue algo con lo cual no conté.

Una noche cualquiera, la encontré en la calle San Fransisco y sin poder controlar mis impulsos, la llamé de calle a calle, y pude ver que ella estaba emocionada.

Yo ya tenía publicado un opúsculo titulado El viejo libro del cuero del mamut, usaba el cabello largo, y tenía fama de rebelde. 

Me dio su msn. Y todas las tardes nos encontrábamos desde el chat, para conversar sobre filosofía o literatura. Comencé entonces a frecuentar con más ganas la escuela de Filosofía donde ella estudiaba. Hasta que las visitas semanales a mi casa se hicieron una costumbre.

Solía llegar bien temprano luego de haber trotado en el estadio por un par de horas.

Todas las frases de amor. Todas las palabras más bellas. Todo lo que un poeta enamorado pudo decir, se lo dije a ella.

A veces, sentados desde el pasaje Leoncio Prado, cuyo perfil arquitectónico evocaba según ella la Grecia que años atrás había conocido, guardábamos silencio, pegados uno al otro, sintiendo que ello era un sueño. 

Y ella me pedía que no la despertarse nunca.

Han pasado muchos años desde que la última vez, conflictuada consigo misma, sin poder aún encontrarse, sentados desde las terrazas del Portal las Flores, que queda en la Plaza de Armas de la ciudad, desde donde bebiendo unas cervezas negras, contemplara el ocaso a través de sus ojos soñadores, desde los que vi el cielo en más de una ocasión. Nos besamos y sin saberlo, ella se estaba despidiendo de mí.  Había llegado de Tacna, la ciudad donde ahora radica. Y no me quiso decir que ya no volvería a verme.

Me había acostumbrado a su precensia, a que siempre me visitase, a que hubiese entrado en mi vida.

A veces solíamos cocinarnos y sentados en el comedor de mi casa, contemplaba su belleza perfecta en su rostro rosado que detuve en el tiempo para recordar cuan feliz era a su lado.

Otras veces sentados en la sala de mi casa, poníamos desde el estéreo el tema Amanda que ella misma cantaba para mí una y otra vez, a su pedido, sin cansarse nunca.

En otras ocasiones, solíamos ir a los recitales de poesía donde yo me presentaba, o me visitaba todos los días a la escuela de literatura, cuando estudiaba como alumno libre, para quedarnos bajo el abrigo de la noche e ir a tomar unos  mates, siempre caminando a paso lento mientras me decía que ella era más alta que yo a pesar que yo mido 1,80 cm.

Y conversamos de lo que solo un poeta puede conversar con una filósofa.

Sin saberlo, poco a poco me fui convirtiendo en su ego. La había acostumbrado a sentirse la más hermosa de todas. Como en verdad lo era. Y fue que compartió todos sus temores conmigo y supe cómo era todo su mundo interior.

Nuestras largas caminatas parecían mágicas.

La recuerdo provocándome con su trasero enorme y bien formado. Disfrutando cuando públicamente decía que ella era la mujer más bella que conocí en mi vida, a pesar de haber salido con escritoras españolas, francesas o argentinas. Ese tipo de arrebatos en donde mis halagos no cesaron nunca, la hacían feliz.

No recuerdo en todos esos largos años una discusión que nos hubiese alejado más de dos meses a lo mucho.

Le encantaban mis locuras o mi forma de ser. Las hazañas que tuve o cómo escribía.

A veces, abrazados, nos quedábamos en silencio, y nos contemplábamos a los ojos sonriéndonos deseando que el tiempo no pasase nunca, que la vida nos detuviese en todos los momentos únicos que tuvimos porque de algo teníamos la certeza: nos necesitábamos.

Y me decía siempre que no quería envejecer, que estaba cansada de ser tratada como si fuera solo un par de senos, o unas piernas bien formadas, o un trasero que atrajese la mirada de los demás sin que reparasen en sus sentimientos.

A veces nos quedábamos dialogando en susurros incapaces de perturbar a la noche, desde su sala, a la luz de una vela, mientras pensaba para mí que no podía encontrar mejor mujer que ella, para al instante decírselo.

Y pasó lo que tenía que pasar.

Una noche llegó a mi casa, con el semblante angustiado, con la mirada decidida y el ánimo propio de quien determinada sabía qué era lo que quería.

Nos fuimos a un parque a sentarnos y la dejé hablar.

Quiero un hijo tuyo.

En ese momento supe que para su vientre virgen, había sido yo el elegido, para no solo tener un niño, sino,para compartir por siempre nuestras vidas.

Quise llorar, aguantándome las  ganas.

Le dije: ¿no recuerdas que tengo esquizofrenia? No puedo tener hijos.

Las palabras iban y venían mientras ella me decía que no sería igual con él la vida, ante la venida de recuerdos dolorosos que me hacían pensar que si tenía un hijo, él pasaría por lo mismo que yo había pasado en mi juventud perdida. No era tan cobarde como para traer un niño a este mundo, para que también tuviese esquizofrenia y conociese el infierno que yo conocí.

Vi entonces la soledad en el rostro de la noche, y supe que me dejaría. No por el rechazo, sino porque ella nunca sería una mujer que se realizara como madre.

No había pensado en ello. En tener hijos.

Mis recuerdos sin embargo fueron atroces. Sabía que la estaba perdiendo, como en efecto fue. Sabía que me estaba condenando a la soledad, pero también sabía que mi renuncia a ella y al hijo que me pedía, era lo mejor. No podía retenerla para intentar llenar su mundo con mis frases irrepetibles de amor o los besos que nos dábamos. 

Había llegado el final de nuestro idilio. Meses después se fue a otra ciudad, hasta que poco a poco se fue alejando de mi vida, hasta hoy que no sé nada de ella.

Me pregunto que habría pasado si le hubiese dado el hijo que me pidió. Si hubiese tenido también esquizofrenia.

El primer recuerdo que se me vino a mi mente fueron las terapias de electroshokes que a mis 18 años me hicieron para borrar de mi memoria todas las experiencias negativas que arrastraba, el miedo a la vida. No, no quería eso para el niño que me pedía. No quería que conociese el mundo de las drogas legales, o el delirio, la locura en sí.

Ella cantaba el tema de Boston: Amanda, y su sonrisa invencible me enamoraba más y más. Cantaba para mí con tanta  pasión y cariño ese tema que llegó a pensar que el mundo a mi lado era perfecto, que ambos éramos lo suficientemente fuertes como para vencerlo todo.

Sus ojos tristes esa noche me lo dijeron todo.

Sabía que a mi lado solo habrian libros y más libros,mas no un hogar con niños.

Sin saberlo, desde ese momento, empecé a tener otra relación más estrecha con la soledad.

El amor al igual que para otros esquizofrénicos, no nos daba ciertas libertades ni facultades para vivir.

Pero fue la decisión más acertada que pude tomar.

No fui tan egoista como para traer un niño a este mundo para que sufriera como yo sufrí.

Es cierto que la perdí.

Pero no traje a este mundo una criatura que se perdería en él como yo lo hice, librando batallas imposibles, desde la que llorando a rabiar, me preguntaba: por qué yo, acaso siendo mis gritos tan fuertes y mis desencuentros con la vida tan amargos.

Y supe de su ausencia.

Pero también supe que fui responsable. Que el destino de los que tenemos esquizofrenia no es fácil.

Que nunca me habría perdonado el dolor que él habría sentido cuando enfrentado solo contra el mundo, habría librado las batallas más difíciles desde una soledad mayor, como fue en mi caso.

Porque sabía que sería igual a mí.

Y yo no quería ese dolor en mi corazón.

Han pasado ya varios años desde aquella noche en que la había perdido para siempre. Creo que fue la decisión más acertada que pude tomar. No fui egoista.

No me dejé llevar por la ilusión del amor que yo mismo construí para ella, en un universo donde creyó que la vida era hermosa porque yo así se lo hice entender.

Gracias por estar aquí.

Julio Mauricio Pacheco Polanco

Escritor

 

 


 

 

 

 

 

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