LA SOBERBIA DE LA MUJER QUE NO CONOCIÓ EL AMOR

Publicado en por Julio Mauricio Pacheco Polanco

 

¿Quién puede decir dónde está la paz y la tranquilidad? Hay hombres sacando cuentas, viendo su saldo en el banco, deudas a pagar, apretando la economía para llegar a fin de mes. En otra parte de la ciudad, hay alguien que piensa en otras cosas, tal vez un amor que de pronto se convirtió en un campo de batalla, o alguien que desde su soledad, no tiene con quién conversar, al menos tener un tema en común.

La soberbia de ella fue así. Me mostró fotos de cuando era dueña de la gloria, de su apogeo, de cuando era la más hermosa, de esos innumerables pretendientes que tuvo, de a cuántos despreció. No sé qué ideas les habrán metido desde niñas a ciertas mujeres en torno a nosotros los varones. Quizá quería un varón rubio de ojos azules y de mucho dinero.

Poco le bastó para ser Arquitecta. Ahora pintaba figuras con colores utilizados por colegiales. Había pasado parte de su juventud ya como egresada en Buenos Aires. Estaba llena de recuerdos tristes, de amores no concretados. Debo ser más preciso, fue una mujer que no conoció el amor, alguien que no se preñó cuando se pierde la cabeza, cuando se ama con locura y se desea tener en el vientre una parte importante del hombre al cual se entregó.

La conocí en un taller de Tai Chi. Tenía una sonrisa agradable y modales refinados. Me agradó a primera impresión. Por eso decidí invitarle un café y saber más de ella. Era una mujer podría decirse madura, aunque en realidad a mi entender, era una mujer impar, una niña mujer, alguien que desconocía de los delirios y quiebres que da el amor. Era alguien que mantenía su alegría y tristeza en base a épocas donde fue la más deseada, la muchacha que rompía corazones por vanidad.

Luego de haber pasado toda una tarde juntos filosofando sobre la vida, terminamos en un hotel donde pude deleitarme con sus hermosos senos, su piel blanca con esos pezones rosados que besaba y mordía delicadamente. Su cuerpo era bello. Entonces me dijo que podía resultar embarazada si la penetraba. Me asusté de inmediato. Le pedí que se pusiera en cuatro para poder apreciar su perfecto trasero. Esa cintura me excitó más. La tenía a mi merced. Le eché la leche en la espalda.

Meses después la llamé y pasé por su casa a visitarla. Vivía con su hermana, otra mujer de buen ver, agradable, igual de bella, o igual de soberbia cuando fueran los tiempos de la bisoñez, esos años donde se podían dar el lujo de elegir con quien salir y a quien ignorar.

La precariedad de la casa que tenía rastros de haber sido en su momento una residencia donde se respiró bonanza, prosperidad me dejó un sabor incierto, quizá nos habíamos equivocado desde nuestras interpretaciones del sexo opuesto, a relacionarnos, a saber valorar los sentimientos de las otras personas, del entender que la belleza sola no era un atributo que mereciera ser reconocida como virtud, además había que ser amable, empática, un ser humano que muy distante de la frivolidad, expresara sentimientos nada egoístas.

Eran dos mujeres que habían perdido su batalla contra el tiempo.

La última vez que la vi, la noté ansiosa y desesperada por que fuéramos vistos por la mayor cantidad de personas posibles en el centro de la ciudad. En ese momento me di cuenta que su percepción de la vida y las personas seguía siendo la misma, quería a toda costa hacer ver a los demás que sus años mozos seguían presentes, que aún tenía pretendientes que orgullosos de llevarlas de bandera por la ciudad, le hicieran honor a la gracia que alguna vez tuvo y que fue sin embargo superficial. La noté muy niña, inmadura, incapaz de poder entenderse a sí misma, si acaso eso era lo único que quería: hacer que el mundo siguiera girando a su alrededor.

La recuerdo pintando flores con lápices de colores. Arquitecta, pensé mientras recordaba esas fotos donde realmente fue una mujer muy hermosa. Sin duda la paz era algo extraña, rara, que nadie sabe dónde está. En mi largo proceso de aprendizaje supe a tiempo reconocer las personas tóxicas y de poca sabiduría o entendimiento de sí mismas. La vida nunca fue un rostro extremadamente bonito que garantizase la felicidad. Ella todo lo resolvía viéndose en el espejo. De esa forma se sentía superior. Otros le llaman soberbia. Yo le llamaría: una soledad sin paz.

 

Julio Mauricio Pacheco Polanco

Escritor

 

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