EL TESTIMONIO DENTRO DEL MUNDO
Me la chupa para que le dé permiso, dijo el chofer del bus interprovincial. La noche además de ser horrible me mostró el rostro de un retardado mental que vendía caramelos en pleno viaje y que era sometido al homosexualismo de un chofer que reaccionó rápidamente al verme y se calló. Mientras subíamos al bus todos los pasajeros, el muchacho de casi mi edad, apenas podía pronunciar alguna frase. Estaba desamparado. Yo tenía 21 años y pesaba algo de 65 kilos. No podía hacer nada. Entré al bus, tomé un asiento en la parte casi final y mientras me preguntaba qué ocurría, un hombre cano de unos 50 años, vestido de manera decente, se paró en el lado de mi asiento, habían muchos asientos vacíos, me miró a los ojos, y gritó delante de todas las personas: “¡sal de ahí, ese asiento es para mí!”. Desmoralizado por lo que me enteraba, me levanté del asiento y me senté en el de atrás. No conocía a ese hombre, ni supe por qué hizo ello.
El asiento donde estaba sentado estaba malogrado, el hombre al sentarse carajeó maldiciendo su suerte. Yo guardé silencio. El tipo se desmoronó al momento de sentarse y casi caerse. No dijo más nada. Nadie en realidad dijo nada.
Años después, mucho tiempo, cuando administraba el hotel de un miembro de mi familia, ofrecía los servicios en un verano donde comprendí el significado de lo que llamamos: libertad de expresión, si acaso más de una década después, ya como Escritor, con uno de mis libros donde hacía serias denuncias, antes de las elecciones Presidenciales del 2016, fuera censurado por los medios de comunicación de la ciudad, por temor de los editores de los canales que siempre me entrevistaban cada vez que iba a presentar un libro en la ciudad. Había sido asesorado por un prestigioso abogado de quien guardé la identidad, al momento de escribir dicho libro. Pero debo remontarme a ese verano donde un hombre de casi 60 años, mientras acaparaba la conversación con un grupo de taxistas, sentados desde las gradas del Terminal Terrestre, decía con mucha naturalidad que los vaporinos no diferenciaban entre hombre o mujer, que ellos estaban “aguantados” y solo querían un hueco para satisfacer sus necesidades sexuales. Al voltear a verlo, calló. Tenía en ese entonces algo de 30 años y hablaba claro en contra de la corrupción y el narcotráfico. Una mañana desde la puerta del hotel que administraba, al pasar uno de los profesores más respetados del colegio donde estudié la secundaria, le reclamé el hecho que no existiera libertad de expresión, una libertad por la cual había luchado en la década de los noventas y que me había significado la pérdida de la libertad y la fuerte sedación con drogas enervantes que me mantuvieron como un demente por varios años continuos.
He pensado mucho en cómo de pronto donde siempre voy, el silencio termina por imponerse, en el cómo las personas al observarme, callan, como si ocultaran algo. He pensado mucho en el “derecho de piso” del cual debo escribir y, que fue instaurado en la Dictadura de Alberto Fujimori, basado en este tipo de novatadas, donde los adultos infringieron hostilizaciones y acosos sexuales a los que, entrando a trabajar, sea en fábricas u otros empleos, aplicaran siempre la mariconada para ahuyentar a los nuevos empleados. Era una generación donde Magaly Medina hacía apología al fin del mundo asociándolo con escandalosos videos donde homosexuales vestidos de mujer en las playas, se punteaban entre ellos, riéndose ante el inducir de esta periodista que salía ebria por la televisión cuantas veces le daba la gana y alentaba a la degeneración a través de su programa en Frecuencia Latina, un canal muy sintonizado en Perú.
Fuimos los jóvenes quienes sacamos a Alberto Fujimori de su Dictadura, no fue Alejandro Toledo y su marcha de los 4 suyos. Fuimos los indignados jóvenes que no soportábamos el acoso por parte de quienes no nos dejaban trabajar en ningún lugar por parte de los empleados más antiguos. Este derecho de piso era una consigna, un atropello a los derechos laborales luego que por orden del Dictador, desaparecieran los Sindicatos que velaban por la protección del empleado. El derecho de piso se hizo una práctica común que se extendió hasta para los que eran nuevos en cualquier zona de la ciudad si acaso cambiaban de residencia y, tenían que ser sometidos a las novatadas crueles de vecinos de mal vivir, inclinados al exceso del alcohol o las drogas, la homosexualidad y la promiscuidad de sus mujeres.
El cercado de la ciudad de Arequipa, en los noventas, para ser más preciso, las calles aledañas a la plaza de armas, estuvo lleno de antros de desviados que hostilizaban a todo aquel que paseara tranquilamente por la noche sin que, enterado de lo que ocurría en esas calles, era víctima por parte de travestis que agredían verbalmente a todo aquel que los descubriese en plena calle, cometiendo delitos contra la fe pública y causando desorden e inseguridad. Conocí a muchos muchachos que terminaron perturbados mentalmente por la seducción de maricas viejos que aprovechaban el duelo de adolescentes, que siendo seducidos ante el final de su relación con sus enamoradas, les daban alcohol y drogas gratis, a cambio de favores sexuales que les destruyó la mente.
Podría acusárseme de homofóbico, pero tengo mis razones, como la vez en que un homosexual a quien no supe identificar, quien se mostraba para sus conocidos por la estrella que llevaba en la oreja izquierda, me diera en un cigarro, la droga de la voluntad, cuyo efecto hiciera que me sintiera raro, muchos años después, de cuando era conocido en la Facultad como “el superhombre”, discurso manejado desde hacía muchos años atrás cuando me presentaba en los recitales poéticos. Ese clásico ritual donde te dan trago y por inocente y confiado, no sabes con quién estás tratando hizo que tomara la decisión de no beber nunca más, no recibir nada de nadie y despreciar más a los homosexuales. Postrado en la cama aquella vez, recuerdo vivamente el miedo del desviado al tenerme desnudo y ver mi corpulento cuerpo de 95 kilos de peso. Sabía que hacía pocos años atrás me había alzado en la ciudad intentado tomar por asalto una comisaría de la ciudad y había elevado la voz en plena Dictadura diciendo ante lo que veía pasar con mi generación que: ¡no nos van a volver homosexuales, el hombre es hombre, la mujer es mujer!
No solo al manejar el discurso nietzschano del superhombre y las hazañas hechas en la ciudad me identificaban como alguien a quien destruir moralmente, desde mi discurso en contra de la corrupción o lo temerario que era al momento de encarar a las fuerzas del orden cuando era necesario.
El homosexual tuvo miedo, miedo al verme desnudo en la cama, sin un solo tatuaje en el cuerpo, sin un solo corte, sin un solo arete o anillo o collar, si acaso siempre fue así, si acaso sigo así hasta ahora. El homosexual tuvo miedo a que al día siguiente lo masacrara en un ajuste de cuentas. Entendí en ese momento que hay una conspiración gay contra los machos alfas, que cada noche después de una borrachera, alguien que desconoce de la droga de la voluntad y de los homosexuales que no revelan su identidad, terminan por sodomizarlos para dejarlos abandonados en plenas calles.
Al reaccionar, me vestí, tomé un taxi y sentía mucho miedo. No había pasado nada, pero el miedo era intenso y, coincidió con el diferendo marítimo con Chile cuando este país dirimía los derechos de nuestro mar en La Haya. Había declarado por televisión que estaba dispuesto a dar mi vida por Perú como un kamikaze. Tenía 40 años. La situación era más difícil aún para mí ya que no se me conoció mujer alguna, no sabía qué era tener pareja. Mi rechazo a un sistema corrupto desde la Facultad de Filosofía y Humanidades hasta el mismo gobierno hicieron que por consigna ninguna muchacha me hablara, de hacerlo, se ganarían la antipatía de catedráticos corruptos que vendían exámenes y exigían obediencia absoluta en sus clases. Años atrás, en el gobierno de Alejandro Toledo, en la sala de María Nieves y Bustamante, en presencia del entonces rector de la Universidad Nacional San Agustín, Cornejo Cuervo, el Vice-Rector de la Pontificia Universidad Católica del Perú, El Premier o Primer Ministro, Henry Pease, los congresistas, Ántero Flores Araoz, el izquierdista Diez Canseco y otras autoridades docentes, dentro del auditorio, pretendían rehacer la Constitución Política del Perú en la Universidad donde no pude terminar ninguna de las carreras a las cuales había ingresado entre los primeros puestos y ante las cuales me había enfrentado contra el Decanato, en especial con la Facultad de Arquitectura y Urbanismo. A viva voz denuncié la trata de blancas que hay en dicha universidad, la venta de exámenes, el soborno para aprobar cursos o el dinero que pedían algunos catedráticos para aprobar algunos cursos, el consentimiento por parte de los catedráticos ante el consumo de marihuana y cocaína, la venta de títulos profesionales como fue en el caso del que fuera Presidente de la Región de Arequipa, Vera Ballón, a quien le dieron el título de ingeniero. Henry Pease quien junto a Diez Canseco, formaban parte de la reserva moral de Perú por esos entonces, ambos ya fallecidos, callaron ante el reclamo de un hombre que decía la verdad y a quien no dejaron entrar a dicha universidad por 3 meses, es decir, a mi persona, si acaso me enfrenté contra algunos catedráticos al encararles las denuncias de compañeros de aula al decirme que se vendían los exámenes, exámenes que me mostraban mientras los resolvían antes de entrar al salón para resolverlos. Mauricio, aquí nadie estudia de verdad, aquí todo es una causa perdida, tener un cartón universitario no implica que se haya pasado por un ALMA MATER, aquí todo está podrido.
Habían muchas razones para querer destruirme moralmente. Muchos años de soledad extrema, sin amigos o mujeres para sentirme amado. Era el Escritor luchando por salvar un sistema desde donde entendí, el superhombre más que un discurso bonito, era superado ante una corrupción que se manifestara fuera donde fuera, de allí el silencio incómodo que ocasiono siempre donde voy.
Por tanto, no soy yo el equivocado cuando hablo del hombre virtuoso, no es idealismo ni pensamiento teórico, es la consecuencia de todo lo que vi, desde las fábricas, hasta la traición de todos los que se hacían llamar mis amigos, si acaso, ahora sería un homosexual más, un fenómeno vestido de mujer de un metro ochenta, con casi 100 kilos de peso, en medio de una sociedad donde la Ética es imperdonable, como el ser consecuente.
Erguido estoy, y así acuso.
Julio Mauricio Pacheco Polanco
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